Ella miraba todas las tardes por la ventana de su castillo, miraba al horizonte, miraba la muerte del sol, como un parpadeo constante, los días se volvían noches y las noches días, y así los colores se iban destiñendo lentamente. Al castillo le salió musgo, crecieron enredaderas que se tomaron las fibras de los maderos de las puertas, la enredadera de flores blancas que solo salen a la luna llena, ella misma las plantó con semillas que él le regaló, la lluvia nunca acaecía, y los silencios iban haciendo procesión de los rincones empolvados, yo la miraba anonadado, desde la comodidad de mi barco, todos los días en la tarde después de pescar.
Su piel y su cabello cambiaron de color, se volvieron de un gris ceniza, y sus ojos, antes brillantes cristales como gotas de sol, ahora no reflejaban la luz, sino que la absorbían, renegando al vacío inexorable a la profundidad de su alma roída; no era más que un montón de nudos, demasiado apretados por el vaivén de los ataques epilépticos, sus huesos se volvieron de vidrio, y no le permitían caminar, las flores, antes blancas en cada luna llena, lentamente comenzaron a volverse gris sepia, como si una tormenta de polvo y ceniza las hubiese tomado, y detenido para siempre, ella seguía esperando nada, no se había dado cuenta que lo que le habían dejado, en principio era un regalo, que ella misma convirtió en maldición; la maldición de depender, no de sueños, sino de suplicio e ilusión, para despertarse cada mañana.
Sin embargo lo que antes fue dolor ahora eran rosas marchitas, secas en un cajón con olor a encierro, ya no quedaba nada más que aquél silencio ensordecedor en su alma moribunda, aquél silencio que se erguía cada vez que la noche caía, y la luna cantaba, el silencio que la fue dejando lentamente sin voz, y llenó su cara de surcos, que la misma enredadera le hizo mientras dormía; las polillas tomaron su vestido, y lo hicieron hilachas, lo dejaron roído; aquél vestido blanco que reflejaba una idea, que olvidó, aquél vestido con el cual solía pasear por jardines de tulipanes blancos, corriendo a pies descalzos, por un pasto de verde eterno, aquél vestido con el cual no le molestaba lanzarse al vacío, y salir airosa.. aquél vestido con el que cayó en la trampa, en lo que primero era una flor y luego se convirtió en enredadera y le atrapó...
Se levantó un día antes del atardecer, dormía mucho por el peso de las memorias, no les dejaban respirar, no le dejaban comer, se levantó y miro aquel atardecer, sus ojos ya no expresaban canción alguna, ya no habían tristes violines, ya no había nada, por un momento vio su reflejo en la polvorosa ventana, no había nada en ella, era nada, y aquello no le dio pena, aquello no le provoco nada, solo se dio cuenta, que no había nada, por que nunca hubo nada, por que todo murió mucho tiempo atrás. Entonces la enredadera sucumbió, ante el viento del este, era solo ceniza, polvo y arena, y ella vacía, sintió un abrazo, y se dejo caer.