septiembre 18, 2012

La caída del sol rojo

Vientos del oeste anunciaban su llegada, como las alas de un alvátros en vuelo, la sensualidad de las estrellas se esperaba, la amibivalencia de la luna a media noche, y el sonido del oceáno salvaje despidiendo a la oscuridad, para dar paso a aquél sol rojo que teñía todo de colores sangüineos, como si la marcha rutinaria del diario vivir fuese el corazón palpitante de la vida misma.

Habían barrido ya la hojarasca del otoño, el viento del oeste dio paso a la nebulosidad del invierno; en el fin del mundo la crudeza del invierno es toda una orquesta sinfónica.

Caían los atajos, se iban cerrando como pálpitos de pechos enraízados, sólo quedaba aquél trémulo camino, oscuro y rodeado de árboles, por el cual sólo se cola la luna pero noentrajamás el sol, pareciera que las hojas de los árboles se movieran para dar paso a una oscuridad pétrea pero no salvaje, a una tormenta de solsticio, como una lluvia de agujas, como el sonido de los violines que anuncian la muerte.

Así se iba hilando un telar de fastuosidad espontánea, nacía así, improvisadamente la sombra con ojos rojos, sombra invisible en la oscuridad y aún más en la luz, pero sus ojos eran los reflejos de la impulsividad tormentosa de todos los errantes; él era un pequeño gigante pero lo ignoraba, y enfrente de si veía una tormenta inconmensurable, que atañía a antigüos rituales  para no caer en la férula de su propio caos, caótica disociación de la sensación, la oscuridad atrayendo al miedo, al miedo a la tormenta, olvidando que incluso las montañas caen a los pies de ella cuando no existen los atajos, ataca por todos los flancos y la lluvia de agujas no es mera metáfora.

Sin embargo, la respuesta se hayaba precisamente dentro de si mismo, la razón de la tormenta y la sombra, a un nivel más profanamente profundo que lo meramente perceptible, la disrealidad como un contrafluído de la cotidianidad mal tomada.

Se acercaba como una marejada furiosa, una sola columna de agua y fuego y viento con lluvia cayendo a tal velocidad que cortaba la piel, así venía, la caída del sol rojo, en el preciso instante en que la tarde pasa a llamarse noche, en el que los paseantes dejan de mirar el atardecer, en el preciso momento en que se pierden las miradas en el ocaso del horizonte, ahí, precisamente, el encontró lo que estaba buscando, zafó sus ataduras y se dejó ser tormenta, y así la tormenta no llegó a el como a enfrentarlo, sino que lo abrazó y fueron una misma gran tormenta, furiosa y caótica como la pasión sanguínea, así la caída del sol rojo se volvió una tormenta, y aún hoy si miras entre los pistilos de la flor que es el iris de su ojo, verás la tormenta y no decifrarás que no es caótica hasta que te transformes también en tormenta.



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